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Los vértices del canto. La elegía de los triángulos

Escrito por el 09/10/2022

Breve caminata por La elegía de los triángulos de Ramón Martínez Ocaranza.

México es un país donde la Historia y el mito llegan por momentos a conviene la neblina, y parte de esos relatos se encuentran por debajo de la tierra, bajo capas y capas de roca y sedimentos, bajo capas y capas de cánticos y ceremonias.

Las ruinas, con su palabra, con su historia de piedra, componen un jeroglífico que habita el maíz, el tiempo y nuestras venas.

El primer cántico o Cántico de fuego nos habla Kurikua-Aueri sonando sus caracoles por las escalinatas de los siglos, sonando caracoles infinitos y luz de serpiente, con serpientes creciendo números.

Vemos como los dioses y la palabra de otro calendario emergen de las profundidades de la danza con el viento acariciando a las estatuas, en un movimiento que es un grito al instante que la obscuridad derriba el sueño de los códices.

                            “La Flor del Odio clava sus raíces

                              en las esquinas de los círculos:

                              también existen tumbas

                              en los espejos olvidados.”

El odio existe hasta donde no existe y el reflejo que nadie ve, no deja de ser reflejo. Toda flor es bella pero a su alrededor no deja de haber espinas, y se fundamenta en terrosidades y putrefacciones que las superficies callan, del mismo modo que un velo sobre el rostro que no se muestra ante el espejo.

                             “La Flor de Grito

                               tiene

                               pirámides

                               de sueño

                               para que se transformen

                               las piedras

                                                  en

                                                       pa

                                                            la

                                                                bras.”

Por debajo de esta estrofa – pirámide, de este jeroglífico de escalinata y cántico de sueño, las palabras quebraron sus espejos ante veinte puertas del tiempo del calendario antiguo, con veinte perros amarillos y con mitologías y números pudriéndose en tabernas.

Pareciera que muere el pasado de piedra y geometrías, sin embargo este vuelve desde la palabra, desde una profunda intuición poética en la que el verso es eco de los códices que podían leerse con el firmamento: Tzintzuntzan, Apátzikua, Kuerahuáperi.

                              “Y las palabras siguen recorriendo

                                las húmedas raíces

                                que dicen:

                                ¡Tzirahuen!”

En un capítulo de la magnífica novela La consagración de la primavera el escritor cubano Alejo Carpentier dice que en México todo, hasta las montañas parecen estar hechas por el hombre.

                             “Las palabras

                              guardaron el llanto de los Códices

                              cuando la gran Culebra

                              quebró su arquitectura.”

Los calendarios del México Antiguo eran como una gran espiral, una especie de serpiente en cuya piel iban los signos de los númenes que gobernaban el tiempo; un día esa conciencia de los eones fue prácticamente aniquilada.

Del fuego y el viento en la pirámide, Martínez Ocaranza nos da unos rilkeanos pasajes a modo de elegías para, de una poética anclada en la cosmogonía purépecha, pasa a la tradición occidental con evocaciones románticas y clásicas en donde nos vemos inmersos en un mundo de oráculos, ángeles y profetas, en donde la Diosa quema las Elegías del Duino, por lo tanto:

                               “Hay un bosque de árboles muy negros

                                 donde  las ninfas se acuestan con la muerte

                                 para que de sus senos broten estatuas de ceniza.”

De los mercados, las pescaderías, las tumbas de los cocodrilos y el laberinto de los caracoles, pasamos a la Elegía de la Últimas palabras en la que el autor nos dice:

                             “Por los caminos

                               van

                               los laberintos

                               de

                               la muerte.”

El laberinto es un locus muy presente a lo largo del libro, lo mismo que el círculo y la pirámide; pareciera que Martínez Ocaranza buscará construir un templo de palabra y danza en el que la geometría del verso es solo una de las columnas del misterio a revelar como parte de un códice hecho de serpiente, colibrí y caracol.

En las Profecías de Tlacatecólotl, es decir de Hombre – búho, nombre asociado a los nahuales, se nos dice:

                         “Todo lo puede Dios;

                           pero no puede

                                                     lavar

                                                               las

                                                                     manchas

                                                                                      de

                                                                                            los

                                                                                                 crímenes.”

Sentencia que lejos de contradecir una tradición judeocristiana además de contradecirse a si misma, marca de manera lacónica lo que no podemos olvidar, incluso aunque queramos.

En el capítulo titulado De Icaro a Perseo hay una lucha con demonios admitiendo que no siempre es posible luchar con nuestros genii internos pues “no cualquier Fausto puede con su Mefistófeles”; Fausto que hizo un pacto por adquirir conocimiento, cayó en su propia trampa por no saber medir su ambición, y no es que el conocimiento tenga algo de negativo pero nos muestra a Mefistófeles como una especie de anti-ángel  guardián, una proyección del ego que puede acabar con el individuo.

El poeta nos da guiños del camino del artista para el que su obra es algo más que una vida paralelo, es o puede ser testimonio de un camino en el que el espíritu baja a las profundidades de los diversos inframundos antes de alcanzar las cumbres del amanecer, incluso el inframundo puede ser una cumbre.

        “Y ser en el no ser del Ser pateado por los dioses

          quiere decir que un habitante del barrio más pobre de la tierra

          puede ser un Perseo lleno de rabia

          para matar Gorgonas,

          o puede ser un Icaro para largarse con alas de petate

          en busca de un planeta menos idiotizados por las brujas.”

El artista busca escapar, en ocasiones se crea un mundo que será el testimonio de su obra, es decir su obra misma.

Son los Salmos para la hora de mi muerte en donde el poeta michoacano nos da la antesala del final; si los cánticos tienen un tono cosmogónico y las elegías nos dan una visión de lo que queda después del desastre, los salmos tienen un tono de apocalipsis tanto en su significado del final de una historia como en lo que respecta a una revelación.

                      “En pianos de ceniza

                        donde magnolias y culebras

                        crecen las catedrales del sueño

                        para saber que el hombre

                        carga con su destino en una lágrima.”

La revelación de los salmos de Ramón Martínez Ocaranza adquiere matices dostoyevskianos pues la voz lírica no se reconoce ni como hombre no como ángel, ni aún como demonio mientras bebe amargos vinos en los tugurios del destino, cuyas sombras, son vomitadas por los nigromantes.

                  “Y el gran Tlacatecólotl

                    se subió a la pirámide más alta de la tierra,

                    y desde allí tocó sus caracoles trágicos.”

El capítulo que da nombre al libro es una suerte de cierre circular o más bien espiral, en el en una serie de himnos se retoman la magia y pensamiento de los pueblos originarios. Los símbolos adquieren un aspecto dancístico entre cenizas de sacrificios y mitologías. El tiempo se materializa en astros columnas y colores. Los números hablan el lenguaje de serpientes y Quetzalcóatl resucita a los muertos con su sangre.

                 “En el principio fueron las señales del círculo postrero.

                   Luego vinieron las palabras negras.

                   Luego vinieron las palabras rojas.

                   Luego vinieron las palabras amarillas.

                   Los triángulos mataron el destino de las circunferencias.”

En el enigma que representa la poética de Ramón Martínez Ocaranza podemos percibir que las antiguas danzas y cosmogonías están entre nosotros, el poeta nos las representa en forma de palabras, en nuestro tiempo y cotidianeidad.

Columna: Glifo de Nube