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Ecos del Coloquio Internacional de Poesía y Filosofía. Entrevista a Jorge Larrea Mendieta (Bolivia)

Escrito por el 01/12/2025

Continuamos la serie de entrevistas hechas por el director del Coloquio el Dr. Ulises Paniagua a escritores que participaron en ediciones pasadas, acerca de su perspectiva sobre la poesía, la filosofía y la relación entre ambas disciplinas, así como su quehacer ante los eventos del mundo contemporáneo. Te invitamos a leer esta interesante plática con Jorge Larrea Mendieta.

Jorge Larrea Mendieta

Es periodista, editor y comunicador boliviano. Ha trabajado en distintos ámbitos de la comunicación institucional y actualmente dirige y edita la revista Inmediaciones, un proyecto que nació en Bolivia y que ha logrado trascender fronteras, buscando eco en otros países. Bajo su conducción, Inmediaciones se ha consolidado como un espacio de análisis y reflexión que rompe límites a través de la palabra, promoviendo el diálogo sobre literatura, política y sociedad.

Hola, buen día, iniciemos esta entrevista.

Ulises Paniagua: Lo primero que quiero preguntar es: ¿Tienes un concepto definido de lo que es la filosofía?, ¿has logrado hacerte de una definición propia a través de su estudio?

Jorge Larrea Mendieta: La filosofía, en su raíz griega, se presenta como philo-sophia, amor a la sabiduría. Pero esa definición, tan repetida en manuales, se queda corta. A lo largo de la historia, cada pensador ha intentado capturarla: Platón la imaginó como el acceso a las ideas eternas, Aristóteles como la ciencia de las causas primeras, Kant como el examen de los límites del conocimiento, y Heidegger como la pregunta radical por el ser.

Sin embargo, más allá de esas definiciones académicas, la filosofía se revela como una práctica de incomodidad. Es el arte de sospechar de lo evidente, de desmontar las certezas que se nos presentan como naturales. En ese sentido, mi definición propia sería que la filosofía es la disciplina de la incomodidad lúcida: significa que no se trata de incomodar por capricho, sino de hacerlo con claridad y propósito: incomodar para abrir preguntas, para iluminar lo que damos por sentado, para mostrar que detrás de lo que parece obvio hay siempre un mundo de significados ocultos. Es lúcida porque no confunde ni oscurece, sino que aclara y despierta. Nos obliga a pensar incluso cuando preferiríamos dormir tranquilos, y en ese gesto nos recuerda que vivir sin preguntas es vivir a medias.

Cuando alguien se detiene frente a un semáforo en rojo a medianoche, en una calle vacía, y se pregunta “¿por qué debo obedecer si no hay nadie mirando?”, está haciendo filosofía. No busca la respuesta legal, sino que abre un espacio de reflexión sobre la norma, la autoridad y el sentido de nuestras acciones. Ese gesto es filosófico.

Por eso, más que un concepto cerrado, la filosofía es una práctica vital: un modo de habitar el mundo en permanente interrogación. Y quizá ahí radique su encanto: incomoda, desvela, nos quita el sueño… pero también nos recuerda que pensar es la forma más honesta de estar vivos.

Ulises Paniagua: ¿Esa concepción fue diferente en algún momento? Es decir, ¿tuviste algún criterio distinto al respecto de la filosofía en otra época de tu vida?

Jorge Larrea Mendieta: Sí, mi concepción cambió con el tiempo. Al inicio veía la filosofía como un manual de sabiduría, casi como un recetario para entender la vida: abrías a Platón y encontrabas la fórmula de la justicia, leías a Aristóteles y tenías la receta de la felicidad. Era como pensar que la filosofía funcionaba igual que un libro de cocina: sigues los pasos y obtienes el plato perfecto.

Con el estudio y la experiencia descubrí que la filosofía no es un recetario, sino más bien un catálogo de preguntas incómodas. Es como comprar un GPS y darte cuenta de que solo te entrega un mapa lleno de caminos sin señalizar. Al principio decepciona, porque uno espera respuestas claras, pero luego entiendes que ahí está su valor: te obliga a elegir tu ruta, a pensar por ti mismo.

Hoy la concibo como una práctica de sospecha, un ejercicio de incomodidad que nunca se satisface del todo. Antes pensaba que la filosofía servía para entender el mundo; ahora creo que sirve para entender que el mundo no se deja entender tan fácilmente. Y en ese giro, la filosofía se volvió más honesta: no promete certezas, pero sí ofrece la posibilidad de vivir con preguntas que nos mantienen despiertos.

Ulises Paniagua: ¿Qué filósofas o filósofos clásicos han marcado tu vida o tu perspectiva académica?

Jorge Larrea Mendieta: Los filósofos clásicos no solo marcan a quien los estudia, sino que han dejado huellas en toda la cultura occidental. Platón, por ejemplo, nos enseñó que lo visible no siempre es lo esencial: detrás de las cosas hay ideas que las sostienen. Aristóteles, más pragmático, nos devolvió a la tierra y nos recordó que observar la naturaleza con rigor también es filosofía. Kant, con su severidad alemana, nos obligó a aceptar que la razón tiene límites: no podemos conocer las cosas “en sí”, solo cómo se nos aparecen. Y Heidegger, con su obsesión por el ser, nos mostró que la filosofía puede ser también un ejercicio de lenguaje, un intento de decir lo indecible.

Pero no todo es solemnidad: leer a estos autores es como asistir a una reunión familiar donde cada uno insiste en tener la última palabra. Platón te hace mirar al cielo, Aristóteles te jala de la túnica para que mires al suelo, Kant te pone reglas estrictas como un padre severo, y Heidegger te habla en un alemán tan enredado que parece que está inventando trabalenguas.

No menos importante, Simone Weil nos recuerda que la filosofía no es solo teoría, sino también sensibilidad y resistencia. Su pensamiento muestra que filosofar puede doler, porque implica mirar de frente el sufrimiento humano.

En resumen, estos pensadores no marcan únicamente a quien los lee: marcan a todos los que alguna vez se preguntan por la verdad, la justicia o el sentido de la existencia. Y sí, aunque a veces parezca que Platón y Kant se empeñan en quitarnos el sueño, hay que reconocer que sin ellos el pensamiento sería mucho menos interesante… y bastante más aburrido.

Ulises Paniagua: ¿Crees que exista una relación cercana, profunda, entre poesía y filosofía, o consideras que no tienen liga alguna?

Jorge Larrea Mendieta: La relación entre poesía y filosofía es tan antigua como conflictiva. Platón, por ejemplo, expulsó a los poetas de su República porque los consideraba peligrosos: decían verdades disfrazadas de metáforas y podían confundir a los ciudadanos. Sin embargo, el propio Platón escribía diálogos que, por su estilo, tienen mucho de poético. Aristóteles, más pragmático, reconoció en la Poética que la tragedia podía enseñar tanto como la filosofía, porque mostraba la condición humana en toda su complejidad.

La poesía y la filosofía son como dos hermanas que discuten en la misma mesa: una habla con imágenes, la otra con conceptos, pero ambas buscan sentido. La poesía es filosofía que canta; la filosofía es poesía que argumenta. Borges lo entendió bien cuando escribió: “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes”. Esa frase es poesía, pero también es filosofía sobre la identidad y el tiempo. Nietzsche, por su parte, nos regaló una sentencia que parece escrita con pluma de poeta: “tenemos el arte para no morir de la verdad”.

Si lo decimos de forma diferente: la poesía y la filosofía son como dos estudiantes que se sientan juntos en clase. La poesía dibuja corazones en la libreta, la filosofía hace esquemas con flechas y conceptos, pero al final ambas están pensando en lo mismo: cómo darle sentido a la vida. Negar su vínculo sería como decir que el corazón y el cerebro no tienen nada que ver.

En definitiva, la poesía y la filosofía se necesitan mutuamente. La primera nos recuerda que el pensamiento también puede ser belleza; la segunda nos recuerda que la belleza también puede ser pensamiento. Y cuando se encuentran, producen esa chispa que nos hace sentir que el mundo, aunque incomprensible, vale la pena ser pensado y cantado.

Ulises Paniagua: ¿Piensas que exista filosofía más allá de la palabra, o es un asunto exclusivamente oral o escrito? Quiero decir, en el sonido, en lo visual, ¿puede hallarse a la filosofía?

Jorge Larrea Mendieta: La filosofía no se limita al texto ni al discurso oral. Aunque la tradición académica la ha fijado en libros y tratados, el pensamiento puede manifestarse en formas mucho más amplias. Una pintura que nos obliga a mirar distinto, una sinfonía que nos hace sentir el paso del tiempo, una película que cuestiona la sociedad: todo eso es filosofía, aunque no venga acompañado de notas al pie ni de citas en griego antiguo.

Matrix, por ejemplo, no es solo ciencia ficción: es una pregunta radical sobre la realidad y la ilusión. Beethoven no compuso únicamente música: en sus sinfonías hay una reflexión sobre la condición humana, sobre la tensión entre el caos y el orden. Incluso un grafiti callejero que dice “¿y si todo esto es mentira?” es filosofía urbana, incómoda y directa, que nos interpela en medio de la rutina.

En ese sentido, la filosofía puede estar en los gestos cotidianos tanto como en las grandes obras. No es propiedad exclusiva de quienes escriben tratados: es una forma de mirar el mundo con sospecha y curiosidad.

La filosofía no vive únicamente en los tratados que acumulan polvo en las bibliotecas. También aparece disfrazada en una canción que te hace pensar más de lo que quisieras, en un mural callejero que cuestiona la ciudad, o en esa pregunta incómoda que te lanza tu sobrino en plena cena familiar y te deja sin respuesta. Al final, filosofar no necesita credenciales: se infiltra en la música, en las imágenes y hasta en los silencios que nos obligan a reflexionar.

Ulises Paniagua: ¿Existe la filosofía más allá de la academia?

Jorge Larrea Mendieta: La filosofía no nació en las universidades ni en los manuales de introducción. Nació en las plazas, en las calles, en las conversaciones entre amigos y enemigos. Sócrates no tenía aula, tenía Atenas. La academia, claro, cumple un papel fundamental: sistematiza, conserva y transmite el pensamiento. Pero reducir la filosofía a ese espacio sería como decir que la música solo existe en los conservatorios. La filosofía también vive en la protesta social, en el diálogo cotidiano, en la duda de un niño que pregunta por qué el cielo cambia de color o en la incomodidad de un adulto que se cuestiona por qué aceptamos ciertas normas sin pensarlas.

Fuera de la academia, la filosofía se manifiesta como práctica vital. Cuando alguien se pregunta por el sentido de trabajar de ocho a diez horas al día, o cuando duda de la legitimidad de una autoridad, está filosofando. No necesita citar a Aristóteles ni escribir un tratado: basta con abrir un espacio de interrogación. En ese sentido, la filosofía más allá de la academia es la que nos recuerda que pensar no es un privilegio de especialistas, sino una necesidad humana.

La filosofía no se esconde únicamente en congresos con discursos eternos y cafés carísimos. También aparece en la sobremesa familiar, cuando alguien suelta la bomba: “¿y si todo esto que llamamos progreso es solo una gran distracción?”. En ese instante, entre la risa nerviosa de unos y el silencio incómodo de otros, la filosofía demuestra que no necesita credenciales ni títulos para existir: se infiltra en la vida diaria, incluso en los lugares donde menos la esperamos.

Ulises Paniagua: ¿Crees que la Filosofía clásica se ha construido sobre el marco de la “verdad”, o existe un sesgo de occidentalización y misoginia en lo clásico?

Jorge Larrea Mendieta: La filosofía clásica se presentó como la búsqueda de la verdad universal. Platón hablaba de las ideas eternas, Aristóteles de las causas primeras, y Kant más tarde de los límites del conocimiento. Sin embargo, esa “universalidad” fue narrada desde un lugar muy específico: hombres, occidentales, con acceso a privilegios que otros no tenían. Las voces femeninas, indígenas, africanas o asiáticas quedaron fuera del canon, no porque no pensaran, sino porque no se les permitió ocupar el espacio de la palabra filosófica.

La filosofía clásica nos entregó herramientas fundamentales: categorías conceptuales, métodos de razonamiento, distinciones entre lo sensible y lo inteligible, entre lo contingente y lo necesario. Platón nos enseñó a pensar en términos de formas universales, Aristóteles nos legó la lógica como instrumento para ordenar el pensamiento, y Kant nos obligó a reconocer los límites de la razón. Estas herramientas siguen siendo vigentes: sin ellas sería difícil hablar de ciencia, de ética o de política con algún grado de coherencia. Sin embargo, lo que en su momento se presentó como “universal” estaba marcado por un horizonte cultural muy estrecho.

Por eso, ampliar el horizonte no significa desechar a los clásicos, sino leerlos críticamente y complementarlos con otras tradiciones. La filosofía africana, con su énfasis en la comunidad y la oralidad; la filosofía oriental, con su visión del tiempo y la armonía; la filosofía latinoamericana, con su reflexión sobre la colonización y la liberación; y las voces femeninas que durante siglos fueron silenciadas, todas ellas nos permiten construir un mapa más completo del pensamiento humano. La tarea contemporánea es reconocer que la verdad no se encuentra en un único canon, sino en el diálogo entre múltiples perspectivas.

Autores modernos han ayudado a visibilizar este sesgo. Michel Foucault mostró que lo que llamamos “verdad” está atravesado por relaciones de poder. Edward Said evidenció cómo Occidente construyó un relato que invisibilizó otras culturas. Simone de Beauvoir y Judith Butler señalaron que la misoginia no es un accidente en la tradición filosófica, sino una estructura que moldeó lo que se consideraba digno de ser pensado.

Y si lo decimos de diferente manera: si Aristóteles hubiera escuchado a su vecina, probablemente la Metafísica tendría capítulos mucho más interesantes. Y si Platón hubiera invitado a las poetas que expulsó de su República, tal vez hoy tendríamos diálogos con menos solemnidad y más chispa. La filosofía clásica nos dio mucho, pero también nos dejó claro que pensar el mundo requiere más voces que las que cabían en una toga griega.

Ulises Paniagua: ¿Qué tipo de filosofía podría o debería hacerse hoy, en el siglo XXI?

Jorge Larrea Mendieta: La filosofía del siglo XXI no puede limitarse a repetir los esquemas del pasado. Vivimos en un tiempo marcado por la globalización, la crisis climática, la revolución tecnológica y las tensiones sociales que atraviesan fronteras. Por eso, la filosofía que necesitamos hoy debe ser crítica, interdisciplinaria y plural. Crítica, porque debe cuestionar los discursos dominantes que naturalizan la desigualdad o el consumo desmedido. Interdisciplinaria, porque no puede vivir aislada: debe dialogar con la ciencia, la política, el arte y la tecnología. Y plural, porque ya no basta con escuchar solo a Occidente: necesitamos integrar las voces indígenas, africanas, orientales y femeninas que durante siglos fueron marginadas.

La filosofía contemporánea debería ser también práctica, capaz de intervenir en los problemas concretos de la sociedad. No basta con preguntarse qué es la justicia en abstracto; hay que pensar cómo se traduce en sistemas legales, en políticas públicas, en relaciones laborales. No basta con discutir qué es la verdad; hay que analizar cómo circula la información en tiempos de fake news y algoritmos.

En este sentido, la filosofía del siglo XXI es una filosofía de la sospecha y de la responsabilidad. Sospecha, porque no acepta las respuestas fáciles ni las verdades absolutas. Responsabilidad, porque sabe que sus preguntas tienen consecuencias en la vida cotidiana.

La filosofía de hoy no puede quedarse en la torre de marfil. Tiene que bajar a la calle, subirse al transporte público, abrir un perfil en redes sociales y hasta aprender a discutir con memes. Porque si la filosofía quiere seguir viva, debe estar donde está la gente: en la política, en la ciencia, en el arte, en la tecnología… y sí, también en el caos de X.

Ulises Paniagua: ¿Qué filósofas o filósofos actuales, o al menos cercanos al siglo XXI, te han parecido relevantes?

Jorge Larrea Mendieta: La filosofía no es patrimonio exclusivo de la antigüedad ni de Europa; a lo largo de la historia, distintos pensadores han dialogado con la ciencia, la política y la cultura para ampliar nuestro horizonte. Incluso figuras como Isaac Newton, recordado como científico, reflexionaron filosóficamente sobre el espacio, el tiempo y la relación entre Dios y la naturaleza. Lo mismo ocurrió con Descartes, que además de matemático fue un filósofo que buscó fundamentos para el conocimiento. Estos ejemplos muestran que la frontera entre ciencia y filosofía siempre ha sido permeable y que el pensamiento nunca se ha limitado a un solo territorio.

En el siglo XXI, varios pensadores han marcado el debate contemporáneo. Byung-Chul Han se ha convertido en un crítico agudo de la sociedad del rendimiento y la hipertransparencia, mostrando cómo la lógica del exceso nos enferma y nos convierte en esclavos de nuestra propia productividad. Martha Nussbaum, desde la ética y la justicia social, nos recuerda que las emociones no son debilidades, sino la base de una democracia más humana, donde la vulnerabilidad es parte de la condición que nos une. Judith Butler rompió los moldes tradicionales al demostrar que lo que consideramos natural en el género y la identidad es en realidad una construcción social, abriendo caminos para repensar la libertad y la igualdad. Slavoj Žižek, con su estilo provocador y su mezcla de psicoanálisis, marxismo y cultura popular, desnuda las ideologías que se esconden detrás de lo cotidiano, obligándonos a ver que incluso en una película de Hollywood late la política. Peter Sloterdijk, con su mirada sobre la globalización, la técnica y la antropología, nos invita a pensar en cómo los seres humanos habitamos esferas de convivencia que se expanden y se transforman, en un lenguaje que combina crítica cultural con experimentación conceptual.

A este coro de voces se suman Jean Baudrillard, quien nos advirtió que vivimos rodeados de simulacros y que la realidad se disuelve en imágenes y signos que parecen más reales que lo real mismo, obligándonos a preguntarnos si todavía sabemos distinguir entre lo verdadero y lo aparente. Y también Alvin Toffler, que con su idea del “shock del futuro” nos mostró el vértigo que produce el cambio acelerado, recordándonos que la clave no está en detener el tiempo, sino en aprender a adaptarnos sin perder nuestra humanidad.

En conjunto, estas miradas no son un catálogo de teorías aisladas, sino un mapa de advertencias y posibilidades. Nos obligan a interrogarnos sobre el presente y a reconocer que el futuro no será un terreno neutral, sino un espacio moldeado por nuestras decisiones.

En América Latina también encontramos voces poderosas que dialogan con nuestra historia y nuestras luchas. Leopoldo Zea, desde México, fue pionero en la filosofía de la liberación y reflexionó sobre la identidad latinoamericana y la colonización. Enrique Dussel, nacido en Argentina y radicado en México, se convirtió en uno de los grandes críticos del eurocentrismo y propuso una ética desde los pueblos oprimidos, además de una filosofía política de la liberación que sigue siendo referencia en debates contemporáneos. Mauricio Beuchot, también mexicano, desarrolló la hermenéutica analógica, una vía intermedia entre interpretaciones extremas que busca equilibrio y apertura en la lectura filosófica. Y Silvia Rivera Cusicanqui, pensadora aymara boliviana, cuestiona la colonialidad y propone una filosofía desde la práctica comunitaria y la memoria indígena, recordándonos que el pensamiento no solo se escribe en tratados, sino que también se vive en la experiencia colectiva y en la resistencia cultural.

En conjunto, estas voces muestran que la filosofía actual no se limita a repetir esquemas clásicos, sino que se expande hacia la política, la ciencia, la tecnología y las culturas locales, recordándonos que pensar sigue siendo un acto de resistencia y de creación.

Hoy la filosofía no solo se escribe en tratados, también se pinta en murales, se canta en canciones de protesta y hasta se discute en redes sociales. Quizás Newton se sorprendería al ver que sus preguntas sobre el tiempo ahora se mezclan con debates sobre algoritmos y memes.

Ulises Paniagua: ¿Cómo contemplas el estado del mundo actual y cómo pinta el futuro, según tus ojos?

Jorge Larrea Mendieta: El mundo actual se encuentra en una encrucijada marcada por tensiones múltiples: crisis climática, desigualdades sociales, migraciones masivas, guerras que parecen repetir viejos patrones y una revolución tecnológica que avanza más rápido de lo que podemos asimilar. Vivimos en un tiempo donde la información circula con una velocidad inédita, pero la capacidad de reflexión parece ir más despacio. La paradoja es evidente: nunca tuvimos tantos datos y, sin embargo, nunca fue tan difícil construir certezas.

El futuro, visto desde este presente, no es un camino lineal ni predeterminado. Más bien se asemeja a un tablero abierto donde las decisiones colectivas definirán si avanzamos hacia sociedades más justas y sostenibles o si profundizamos las fracturas que ya nos dividen. La filosofía aquí tiene un papel crucial: recordarnos que el progreso no se mide solo en términos de tecnología o economía, sino también en la capacidad de preguntarnos por el sentido de nuestras acciones y sus consecuencias éticas.

Podemos imaginar un futuro donde la inteligencia artificial, la biotecnología y la exploración espacial transformen radicalmente nuestra vida cotidiana. Pero también debemos reconocer que sin justicia social, sin cuidado del planeta y sin diálogo entre culturas, ese futuro puede convertirse en una distopía disfrazada de innovación.

El estado del mundo actual es como una fiesta donde la música suena demasiado fuerte, algunos bailan sin preocuparse, otros buscan desesperados la salida, y unos pocos preguntan si alguien apagó el horno antes de salir de casa. El futuro, entonces, dependerá de si decidimos seguir bailando sin pensar o si nos detenemos un momento para organizar la fiesta de manera que todos puedan disfrutarla sin que la casa se incendie.

Ulises Paniagua: ¿Crees que la filosofía pueda contribuir a la construcción de un futuro mejor, de algún modo?

Jorge Larrea Mendieta: La filosofía puede y debe contribuir a la construcción de un futuro mejor, porque su tarea no es ofrecer soluciones técnicas inmediatas, sino abrir espacios de reflexión que permitan orientar esas soluciones hacia fines más humanos y justos. La ciencia y la tecnología nos muestran lo que es posible, pero la filosofía nos obliga a preguntarnos si lo posible es deseable. En tiempos de crisis climática, desigualdades sociales y revoluciones digitales, la filosofía es la brújula que nos recuerda que el progreso no se mide solo en términos de velocidad o eficiencia, sino también en términos de justicia, dignidad y sentido.

La filosofía contribuye al futuro en tres dimensiones fundamentales. Primero, en el plano ético, porque nos ayuda a pensar en las consecuencias de nuestras decisiones colectivas y personales. Segundo, en el plano político, porque nos invita a cuestionar las estructuras de poder y a imaginar formas de convivencia más equitativas. Y tercero, en el plano existencial, porque nos recuerda que detrás de cada algoritmo, cada política y cada avance científico hay seres humanos que buscan significado en lo que hacen.

Un futuro mejor no se construye solo con máquinas más rápidas o con economías más productivas, sino con preguntas que nos obliguen a detenernos y pensar: ¿qué queremos conservar?, ¿qué estamos dispuestos a cambiar?, ¿qué valores queremos que guíen nuestras sociedades? La filosofía no da respuestas definitivas, pero enseña a formular las preguntas correctas, y en eso reside su poder transformador.

La filosofía es como ese amigo que nunca trae herramientas cuando lo invitas a construir una casa, pero que te recuerda dónde debería estar la puerta y por qué conviene que las ventanas miren al sol. Puede que no levante ladrillos, pero sin sus preguntas, el futuro correría el riesgo de ser una casa sin salida.

Ulises Paniagua: ¿Quieres compartir un mensaje para el futuro próximo?

Jorge Larrea Mendieta: El futuro próximo no es un misterio que deba asustarnos, sino un espejo que nos devuelve lo que somos. No se trata de esperar milagros ni de temer catástrofes, sino de reconocer que cada gesto, cada palabra y cada decisión que tomamos hoy se convierte en la materia con la que se construye el mañana. Mi mensaje es sencillo y directo: aprendamos a vivir con atención, con respeto hacia lo que nos rodea y con la convicción de que el mundo no se entiende solo con datos, sino con la capacidad de detenernos y mirar más allá de lo inmediato.

Lo que uno es, eso mismo proyecta hacia adelante. Si somos indiferentes, el futuro será indiferente con nosotros; si somos conscientes, el futuro tendrá más luz. No se trata de adornar la vida con discursos, sino de asumir que la forma en que tratamos a los demás, a la tierra y a nosotros mismos define la calidad de lo que vendrá.

El futuro es como un invitado que llega disfrazado de mago, con capa brillante y sombrero torcido. Puede que saque conejos de la galera o que solo nos muestre un espejo, pero lo cierto es que lo que veremos reflejado será lo que ya somos. La magia no está en el truco, sino en la manera en que decidimos mirarnos y reírnos de nuestras propias certezas mientras seguimos buscando cómo vivir mejor.

Pero aquí quiero cerrar el círculo con la primera pregunta: si al inicio dijimos que pensar es la forma más honesta de estar vivos, entonces el mensaje para el futuro no puede ser otro que este: atrevámonos a seguir pensando, incluso cuando incomode, incluso cuando nos quite el sueño. Porque el futuro no será un regalo ni una amenaza, sino el resultado de nuestra capacidad de interrogarnos. ¿Qué queremos conservar de lo que somos hoy? ¿Qué estamos dispuestos a transformar para que el mañana no sea solo repetición? ¿Y hasta dónde estamos preparados para aceptar que el futuro no vendrá de afuera, sino de lo que decidamos ser?

Quizá ahí radique la verdadera fuerza: el futuro próximo no es otra cosa que la prolongación de nuestra manera de habitar el presente. Y pensar —esa incomodidad lúcida que nos acompaña desde el primer gesto— seguirá siendo la forma más honesta de estar vivos.

Muchas gracias.