La Isla de los Muertos.Die Toteninsel
Escrito por Roberto Lizarraga el 20/11/2022
Algunas aproximaciones poéticas en torno a la muerte
La poesía va más allá de las palabras y el papel y es capaz de permear no solamente el ámbito de lo cotidiano y de las artes sino el ámbito de lo desconocido; una obra en donde podemos apreciar el misterio metafísico es el cuadro Die Toteninsel del pintor simbolista Arnold Böcklin.
En esta pintura vemos la barca de Caronte llevando las almas de los difuntos hacia una isla de peñascos y cipreses, estos últimos, árboles asociados al tártaro griego al estar junto al Leteo, lago en donde la persona olvida su vida anterior con solo tocar las aguas.
Con solo mirar un momento es posible captar el silencio en torno al viaje sin retorno que es de lo poco seguro que tenemos todos los seres humanos. La barca entra hacia una pequeña bahía con los cipreses en medio, pareciera un pequeño a la vez que inmenso anfiteatro en donde se oculta otro espacio cuyo rostro y dimensión desconocemos. Como alegoría de la muerte, algo se muestra y algo se oculta.
La poesía nos permite por medio de la imaginación puesta en palabras, acceder o al menos acercarnos hacia eso que permanece oculto a nuestra mirada.
Todos los pueblos del mundo, si bien de la mano de la religión y muchas veces de la magia, nos han dejado un legado poético en donde podemos vislumbrar un poco de la visión que han tenido en torno a la partida final.
El escritor colombiano Jorge Zalamea en su libro “La poesía ignorada y olvidada” nos da un breve recorrido por algunas poéticas de pueblos que las culturas dominantes de origen europeo ha considerado como primitivos al mismo tiempo que en sus lenguas, tradiciones y mitos ha encontrado un caudal de imaginación de la más sofisticada complejidad.
Uno de esos pueblos son los bosquimanos de la región sur-occidente de África entre quienes encontramos el siguiente lamento fúnebre a dos voces:
“La bestia corre, pasa, muere. Y es el gran frío.
el gran frío de la noche. Son las tinieblas.
El pájaro vuela, pasa, muere. Y es el gran frío.
el gran frío de la noche. Son las tinieblas.
El pez huye, pasa, muere. Y es el gran frío.
Es el gran frío de la noche. Son las tinieblas.
El hombre come y duerme. Y muere. Y es el gran frío.
Es el gran frío de la noche. Son las tinieblas.
Y el cielo se aclara, se apagan los ojos, resplandece la estrella.
El frío está abajo, la luz está arriba.
Muere el hombre, desaparece la sombra, ¡libre está el prisionero!”
Normalmente la concepción que cada pueblo tiene sobre la muerte está estrechamente relacionada a su concepción de la vida y por lo tanto a su cultura material. En este caso vemos el canto de una cultura con condiciones muy duras de vida en donde el movimiento así como las tinieblas son común denominador a los seres a los que hace referencia el canto. ¡Libre está el prisionero! Para los bosquimanos, pueblo de cazadores y recolectores habituados a las duras condiciones del desierto, la muerte, al menos en el canto fúnebre, se muestra como una liberación.
Muchos se ha mencionado y por cierto, se dijo unas cuantas líneas arriba, que la muerte es de lo poco seguro que todos tenemos, en nuestra cultura occidental tenemos una tendencia a comportarnos como si nunca fuéramos a morir, lo cual es una fantasmaforía por decir lo menos. El poeta hispanohebreo del s. XI Moshe ibn ‘Ezra expresa esa simple verdad a través del siguiente poema que presentamos en la traducción de Rosa Castillo:
“Oímos la voz de los muertos,
los que hace tiempo en la tumba moran:
Despertad los que pisáis sobre nuestros cuerpos,
mañana estaréis con nosotros “
A final de cuentas, los ríos de nuestras vidas confluyen todas a un solo, inmenso e insondable océano que a pesar de ser de lo poco en común que de verdad tenemos todos los seres humanos es algo que desconocemos en profundidad. Como se puede ver en estos breves versos, la imagen de los muertos advirtiendo el futuro, no es más que la lacónica expresión del punto de no retorno.
El poema del literato sefardí comparte con el de los cazadores del desierto africano, el hecho de que no hay adornos, no hay grandilocuencia, tan solo las palabras necesarias para expresar la verdad de la despedida de este mundo, una verdad que nos puede parecer metafísica pero que incluso vista desde el punto de vista de la carnalidad material, es avasalladora, la sensación de pequeñez que tenemos al ser simples gotas que un día se evaporarán para regresar al todo.
Los textos hasta este momento vistos, nos dicen cosas de la muerte de tal modo que podemos cerrar los ojos y mirarla un poco a la cara pues nos hablan de manera anticipada, otra cuestión es hablar de la partida del ser amado, el siglo de oro español nos da algunos versos de una Elegía de Fernando de Herrera, de la cual damos algunos fragmentos, mismos de los que nos tomamos la licencia de transcribir en español moderno buscando mantener la belleza de la lengua áurea.
“Dolor terrible, dolor crudo y fiero,
que solo en mí se pruebe la crueza
de quien mi vista le agradó primero.
Cynthia, con piedad y con terneza
llena de amor, regalase contigo,
y muestra en larga ausencia gran firmeza.
Más yo, que de mi mal solo testigo
puedo ser, diré bien, en tal estado,
que me trata mi Luz como a enemigo.”
En estas estrofas podemos observar que en la expresión del bardo español del s. XVI, que en el estado de duelo por la ausencia de la mujer amada, incluso la luz se percibe como la más obscura tiniebla. El duelo lleva a la soledad y a la introspección, pues hay aspectos de la vida interna de la que uno es el protagonista y único testigo.
Del mismo modo en que los individuos se van de este mundo, lo mismo ha pasado con épocas, culturas y civilizaciones. En su poema “Memento Mori. Panorama de las vanidades” el rumano Mihail Eminescu, después de un imaginario recorrido por parte del mundo antiguo nos regala la siguiente estrofa:
“Roma arde. Los altos vientos y en la tormenta se bañan
de bermejas olas que revuelven el cálido y furioso mar,
remolinos de espuma entre el rocío de humeantes nubes.
¡Oh! Terrorífica celebración que ilumina negras torres,
levantando, magnas antorchas hacia las estrellas…
¡El siglo arde! Roma es de su sepulcro, océano
las nubes en el cielo están heridas, en ellas se funden las estrellas
y como sombrío mar engendrando oscuros sueños,
la ciudad tiembla en una tempestad de enormes olas de humo y fuego…
Y en medio del flamígero diluvio, extenso como el firmamento,
a resguardo en su dorado palacio abovedado,
Nerón canta… ¡Cantando el fúnebre canto de Troya!
Cuando el último romántico menciona que el siglo arde, está marcando el final de una época, esto al menos a nivel literario, pues sabemos que el imperio romano duró algunos siglos más después del emperador Nerón; independientemente, el incendio de Roma en tiempos del citado sátrapa, es anclado por Eminescu en el incendio de la mítica Troya. Por otro lado, vemos a la naturaleza actuando como protagonista de la historia haciéndonos imaginar a las potencias divinas como participantes del teatro de la muerte de la ciudad de las siete colinas. El dolor y desesperación, así como el fallecimiento de los habitantes, al menos en esta estrofa, es inadvertido. Nerón, observa desde su refugio el desastre cuál espectáculo de circo. Cabe preguntarnos cuántos Nerones han existido o cuántos Nerones aún existen. En pocas líneas no solo leemos a la muerte destruyendo una ciudad, sino también a la muerte como espectáculo.
El esqueleto, símbolo universal de la muerte, es el sostén de la carne y por lo tanto de una parte de la vida, gracias a él tenemos movimiento, podemos jugar, pensar y gozar. En la segunda parte del poema “Boris Vían” de Jacques Prévert, más que una lamentación en por el deceso del célebre escritor y jazzista francés, leemos una celebración de su vida:
“Boris jugaba a la vida
del mismo modo que otros juegan en la Bolsa
a policías y ladrones
Pero no jugaba al tramposo
ni al señor
como la sonrisa con el gato
en la espuma de los días
los resplandores de la felicidad
como su ejecución de la trompeta
o de rompecorazones
Buen jugador era
aplazando constantemente su muerte
para el siguiente día
Por ausencia condenado
bien sabía que un día
ella reencontraría su rastro
Boris jugaba a la vida
y era con ella bondadoso
La amaba
del mismo modo que al amor amaba
verdadero desertor de la maldad.
Los últimos versos, más allá de guiño a una de las canciones más conocidas de Boris Vian (Le deserteur), encierra en muy pocas, un resumen del poema, además de que nos habla de alguien que verdaderamente vivió. No solamente desertor de la maldad, sino desertor de la muerte en vida.
La celebración, así como la nostalgia por quien ya no está se tornan baile y ritmo en la “Elegía de María Belén Chacón” del autor cubano Emilio Ballagas, de quien reproducimos algunas estrofas:
“María Belén, María Belén, María Belén.
María Belén Chacón, María Belén Chacón, María
Belén Chacón,
con tus nalgas en vaivén,
de Camagüey a Santiago, de Santiago a Camagüey.
En el cielo de la rumba,
ya nunca habrá de alumbrar
tu constelación de curvas.
¿Qué ladrido te mordió el vértice del pulmón?
María Belén Chacón, María Belén Chacón…
¿Qué ladrido te mordió el vértice del pulmón?
Ni fué ladrido ni uña,
ni fué uña ni fue daño
La plancha, de madrugada, fué quién te quemó el pulmón!
María Belén Chacón, María Belén Chacón…
Y luego, por la mañana,
con la ropa, en la canasta, se llevaron tu sandunga,
tu sandunga y tu pulmón.
¡Que no baile nadie ahora!
¡Que no le arranque más pulgas el negro Andrés
a su tres!”
Claramente María Belén Chacón era una mujer trabajadora en quien de acuerdo a lo expuesto por Ballagas, el exceso de trabajo en malas condiciones provocó la enfermedad pulmonar que la llevó a la tumba. Historia que de algún modo se reproduce en millones de mujeres y hombres.
En este caso el ritmo y la poesía no solo son refugio ante la pérdida, sino un arma para hacer ver a otros la crudeza de la explotación de un sistema injusto que exprime al trabajador hasta quitarle la última gota de vida.
No es difícil imaginar los sonidos del tres y el tambor propios de la música afrocubana a través de los versos de Emilio Ballagas, sin embargo tampoco es difícil percibir que el silencio al igual que la vida y el trabajo, tiene un ritmo, en este caso el ritmo es por el luto en memoria de María Belén Chacón pero también por su vida que en el vaivén de la sensualidad, estaba también presente el vaivén de la carencia y la opresión.
En los poemas que se han expuesto, la muerte aparece como algo que de repente sucede, cuando es una presencia que todo el tiempo está con nosotros, acechando el momento para actuar; el poeta mexicano oriundo de Azcapotzalco Juan Bautista Villaseca nos lo expresa de la siguiente manera en su poema “Diurno con la muerte”:
“Está zurciéndose el reloj al cuerpo,
me está hablando de tú,
me está esperando
como una prostituta solemne
al final de la calle.
Yo paso sin mirarla,
sin oler que aguarda
detrás de cada rosa,
dentro de cada beso,
cayéndose a mí sangre
como un paraguas roto que ha enlutado
el beso de la tierra.
Allí me espera.
Allí.
Allí me espera.
Está en la esquina con anteojos verdes.
Día y noche está allí.
Por las mañanas nos mentamos la madre.
Por las noches
es una madre de laurel y polvo,
me dice: “Buena sombra”.
Me destina la cama,
llama al sueño,
y como prostituta arrepentida
va otra vez a esperarme
al final de la calle.
Villaseca nos da una visión de la muerte acechante que busca seducir a su víctima, no la toma, no se la busca llevar, le da la tentación de irse, la muerte “espera” al hablante lírico quién muestra a la vez que impulsos eróticos, el impulso de dejarlo todo. La muerte aguarda en la calle, espacio urbano de tránsito por excelencia y la muerte se ciñe el reloj al cuerpo como si de un vestido se tratara. Como si de las manecillas que repiten su ciclo cada hora, la misteriosa dama espera a nuestro hablante al final de la calle como si al final de la vida (urbana en este caso) se tratara.
Retomando el cuadro de Böcklin mencionado en las primeras líneas de este escrito, las aguas y la barca de Caronte nos revelan a la muerte como un tránsito hacia otro estado de existencia simbólico, representado por la isla, cabe preguntarnos si ese estado simbólico, la isla Die Toteninsel, no es ya la isla del mundo en el que nos movemos y es ya en muchos casos y cada vez más, una Weltinsel con personas que solo “viven” para trabajar y seguir trabajando.