Caminando entre los puestos de chachara y media en la plancha del Zócalo, pus andaba divisando que tenían, había paquete de calcetas a ochenta varos, paraguas de todos tamaños y colores, donas para el cabello de seis piezas por cinco pesitos. ¡Una ganga!
De pronto llega un tufo como a vinagre asoleado, hasta los ojitos me chillaron. ¡Por los clavos de Cristo! Ese “delicioso” olor era el de los baños públicos portátiles de esos para pipol que le urge cagar; hay que tomar más seguido agüita, dije en mis adentros.
En esos días estaban los maestros en plantón frente al Palacio Nacional, se encontraba uno con los lazos y amarres improvisados, era una pista de obstáculos, casas de campaña y lonas por todas partes. Hasta dinosaurios cotorreando estaban entre el gentío de gente.
A mi lado pasó un carnal vestido muy elegante, parecía licenciado, yo creo que andaba dando legalidad al asunto. ¡Buenas tardes Licenciado! Le grite, pero ni me peló.
En el amontonadero resaltaba la imagen de Karl Max en una lona, una bandera roja de huelga ondeaba y alrededor todo el bonche de vendedores ambulantes ¡Qué muera el capitalismo! Ja, ja, ja, ja.
Acá de este lado nunca falta la limpia con un ramito de ruda, la ahumada con copal y el vato con penacho y taparrabo, una limpia para las malas vibras y el mal de ojo.
Se ha vuelto una costumbre acurrucarse en las banquetas y echarse un sueñito reparador.
Entre las calles cerca del Zócalo también hay venta de frutas, puro ofertón. ¡Llévele, llévele!
Al mirar pa´rriba me doy cuenta que Francisco Villa anda sosteniendo los mecates de las viviendas provisionales de los manifestantes. ¡Ni modo mi Panchito! La lucha jamás termina.
Siendo las dieciocho horas con cuarenta y cinco minutos, cincuenta y nueve segundos según el reloj de la Latino, nos compramos una bebida refrescante y proseguimos a dirigirnos a la estación del metro Bellas Artes y retirarnos al cantón.