Las luces rebotaban sobre los cuerpos de las actrices porno durante la conferencia de prensa de SexMex, en vísperas de su expo. Parecía una escena de contradicciones: cámaras, micrófonos, risas nerviosas y, al centro, las chicas sonreían ante los flashes.
Algunos periodistas fingían profesionalismo, otros grababan con el teléfono en silencio, buscando el ángulo más revelador. Detrás de las miradas curiosas había un juicio silencioso. Muchos estaban allí por morbo, pocos, por interés genuino en lo que significa vivir de la sexualidad en un país donde el placer sigue siendo pecado y negocio al mismo tiempo.
Ellas modelaban con seguridad, respondían preguntas sobre su trabajo, sobre sus límites, sobre cómo se cuidan. Había una mezcla de profesionalismo y vulnerabilidad. Pero fuera del recinto, el discurso cambia: la actriz porno es “una mujer fácil”, la trabajadora sexual “una perdida”, la chica de OnlyFans “una aprovechada”. La doble moral mexicana sigue intacta: el deseo masculino se celebra; la mujer que lo encarna se condena.
Pensé: ¿Qué hay detrás del maquillaje?, tal vez solo una mujer que trabaja —literalmente— con el cuerpo, pero sin las garantías que protegen a casi cualquier otro oficio.
La industria sexual —en todas sus formas— sostiene un debate urgente sobre derechos laborales y salud pública.
Mientras el porno profesional, como SexMex, intenta formalizar contratos, pruebas médicas y espacios de trabajo seguros, miles de trabajadoras sexuales y creadoras de contenido digital se enfrentan a la precariedad, la estigmatización y la violencia institucional. No hay seguro médico, ni sindicatos, ni leyes claras que las defiendan. Si enferman, si son acosadas o amenazadas, están solas.
Reflexioné en el contraste: el porno profesional como industria controlada, el OnlyFans como ilusión de autonomía —que es tolerable para algunos—, y la prostitución callejera como el eslabón más condenado y criminalizado. Tres escenarios del mismo deseo, tres grados distintos de estigma.
El cuerpo que se muestra en pantalla puede ser aplaudido y monetizado, pero el cuerpo que se ofrece en la calle es despreciado y perseguido. El público consume ambos, pero el cuerpo femenino sigue siendo territorio de disputa y de juicio moral.
Hay una ironía profunda: el país que consume porno de forma masiva —México está entre los primeros cinco a nivel mundial— es el mismo que le niega derechos a quienes lo producen. Y mientras la industria del deseo se digitaliza, las preguntas persisten: ¿quién protege a las mujeres que viven de su cuerpo?, ¿quién regula los abusos, los fraudes, las enfermedades?, ¿quién se atreve a decir que el trabajo sexual también es trabajo?
El deseo, al final, no debería ser un delito. Pero en México, sigue siendo un espejo incómodo: refleja todo lo que negamos, lo que juzgamos y lo que, en secreto, consumimos.
En un país donde la pobreza obliga a vender casi todo, el cuerpo femenino sigue siendo un territorio vigilado. Lo irónico es que no son solo los hombres quienes patrullan ese territorio, sino también las mujeres.
Son ellas quienes repiten: “Yo no soy como esas”, creyendo que su forma de mostrarse —a medias, con filtros, con moral selectiva— las salva del juicio.
Pero nadie está a salvo del deseo. Ni de los prejuicios.
He visto mujeres que desprecian a las actrices porno y, al mismo tiempo, suben fotos calculadas para generar atención. Lo hacen desde el mismo impulso: el de existir a través de la mirada del otro.
La diferencia es que unas cobran y otras se justifican.
Ahí se revela la hipocresía de nuestro tiempo: vivimos en una cultura que sexualiza a todas las mujeres, pero solo condena a las que lo hacen de manera consciente o remunerada.
Las demás, las “respetables”, se muestran igual —en selfies, en plataformas, en filtros—, pero lo hacen bajo la coartada del empoderamiento, como si su sexualización fuera “diferente” porque no hay penetración ni contrato de por medio.
En el fondo, la línea entre la actriz porno, la modelo de OnlyFans y la mujer que se sexualiza para sobrevivir socialmente es mucho más delgada de lo que queremos admitir. Todas habitan el mismo sistema que premia la belleza, castiga la edad y fetichiza el cuerpo femenino.
La diferencia está en el grado de honestidad.
Las actrices que vi en esa conferencia no fingían. Sabían que el deseo vende, y lo asumían con profesionalismo. Mientras tanto, afuera, la sociedad sigue sosteniendo un doble estándar donde el cuerpo de la mujer es libre… siempre y cuando no cobre por usarlo.
Y lo que deberíamos preguntarnos no es si está bien o mal, sino quién decide qué cuerpo merece respeto y cuál no.
Quizá lo más honesto sea aceptar que la sexualidad —la pública y la privada— no es una guerra moral, sino un reflejo social.
Las mujeres de Sexmex lo entienden: viven del deseo, pero también del estigma. Y aunque muchos las miren con desprecio, ellas viven de frente, mientras los demás aún esconden su deseo detrás del juicio.
En el fondo, lo que revela esta industria no es la banalidad del sexo, sino la hipocresía del espectador. Queremos placer, pero sin reconocer a quien lo produce. Queremos cuerpos, pero no biografías. Queremos mirar, pero no mirar demasiado.
Y así, el porno, la prostitución y el OnlyFans se vuelven espejos de lo que la sociedad mexicana más teme admitir: que la moral no regula el deseo, solo lo disfraza.
Quizá, más que prohibir o idealizar, habría que empezar por escuchar. Porque detrás del cuerpo que posa, o del que cobra, hay una historia de sobrevivencia.
Y entender eso —la humanidad en lo que la sociedad llama “sucio”— es el primer paso para limpiar nuestra mirada.
Lo que falta no es moral. Faltan derechos, respeto y empatía. Y, sobre todo, la capacidad de dejar de mirar el sexo como un pecado… o como un privilegio.
Columna: Bitácora escorpiana: entre el deseo y la rabia.