Llegué al Centro Cultural Xavier Villaurrutia a las ocho de la mañana.
El aire olía a pintura, pegamento y nervios. Entre pinceles y espejos, los rostros se iban borrando para renacer en otros: calaveras, diablos, flores, sombras. En el Villaurrutia la comunidad LGBT es alma visible, nadie se esconde; todos son color, brillo, confianza.
A esa hora el silencio aún tenía paciencia. El desfile sería hasta las dos —aunque arrancó casi a las tres—, pero el tiempo se estiraba entre risas, delineadores y abrazos. Luego tocó empujar las mojigangas desde la Glorieta de Insurgentes hasta Chapultepec.
El sol apenas alcanzaba los hombros y el Ángel de la Independencia nos miraba desde lejos, como si esperara que la ciudad entera resucitara en unas horas.
Las calles estaban vacías, limpias, expectantes: sabían que algo grande iba a pasar.
En Chapultepec nos dieron una lunchbox: torta, jugo, manzana. No eran las tortas más ricas —eran del Gobierno, y eso ya lo dice todo—, pero se comían con alegría.
Ver a las catrinas morder pan con los labios pintados de negro era una postal absurda y perfecta: el hambre no distingue maquillaje.
Entre cafés y glitter, los baños de Porrúa y Starbucks eran trincheras improvisadas. Gente retocando su rostro, pegando flores, respirando hondo.
Ahí conocí a los grupos del Faro Cosmos, Azcapotzalco y Oriente. Cada uno tenía su energía, su propio altar portátil, su manera de convertir el arte en resistencia.
Lo que más vale de todo esto es la comunidad: nadie llega solo, todos se ayudan a maquillar, a cargar, a reír. Los talleristas caminan junto a sus alumnos; los barrios, sus muertos.
Y luego, la explosión.
El desfile comenzó y la ciudad despertó en mil colores: vestidos rosas, rojos, violetas; cuerpos enteros pintados como esqueletos; otros apenas con una máscara; pero fueron las drags quienes robaron el aire.
Al pasar por Reforma, bailaban con elegancia y furia, con tacones que desafiaban el asfalto. La gente gritaba “¡guapas!” y ellas respondían con besos, con fuego en los ojos.
Era imposible no mirarlas: eran la encarnación del lema de este año, El arte del drag y la lucha libre.
Desde las gradas se veían más y más extranjeros —cámaras, gorras, banderas diminutas— ocupando los mejores lugares. No sé si eso sea bueno o malo.
Por un lado, el desfile se ha vuelto una postal del país ante el mundo; por otro, hay algo que se pierde cuando los locales observan desde lejos la fiesta que antes era suya.
Los pies dolían, el clima jugaba entre sol y sombra. Yo cargaba el brazo de una mojiganga de diablo, saludando al público con movimientos lentos. El desfile siguió hasta más allá del Zócalo, casi hasta Pino Suárez.
Cuando todo terminó, el silencio pesó tanto como la alegría.
Algunos regresamos al Villaurrutia en metro, derrotadas, con el maquillaje corrido, los labios despintados y las flores marchitas.
Éramos un cuadro triste y hermoso: fantasmas que habían bailado demasiado.
Había cansancio, sí. Pero también una plenitud rara, una especie de vacío luminoso.
Una kenopsia: esa ausencia que queda cuando un lugar hace unos minutos estaba lleno de vida.
Y entonces entendí que el Día de Muertos no es una fiesta.
Es una coreografía entre vivos y muertos, entre cansancio y memoria.
Una ciudad que vuelve a morir, solo para recordar que sigue viva.